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Recetando palabras

El hombre es demasiado débil para no ser tenido en cuenta. Al pie de cama de un hospital, compruebo que la enfermedad precipita el misterio de lo humano.

Pone a prueba las costuras de nuestras almas. La del médico y la del paciente. Cambia en demasiadas ocasiones la fuerza por la debilidad, la esperanza por el pesimismo. El dolor y el sufrimiento se nos presenta como una magnífica oportunidad de conceder nuestra derrota sin condiciones, porque se ceba con nuestra vulnerabilidad. La felicidad prestada por la salud se vive en línea recta. La enfermedad es un sendero con curvas y demasiado silencio. Nos sitúa en el precipicio de nuestra finitud, que es amarga y no conoce de las palabras. Un frío de mañana, que penetra debajo de la piel y hace daño. Maldita dictadura del silencio que impone su ley en la enfermedad.

A una distancia prudencial invito al enfermo, me invito a mi, a que nos atrevamos a mostrar nuestra vulnerabilidad. Así tenemos una posibilidad de ser percibidos como valientes sin el peso de tener que ocultar lo que nos incomoda. Depositario de lo sublime, la fortaleza del débil en la enfermedad, emerge en ese momento que ya no acepta las cosas como dadas. Y se obra el milagro, con las palabras como protagonistas. Nos obligamos a no detenernos por el chantaje del silencio tóxico. En ese momento reconocemos la llamada de la dignidad, a la que siempre debemos atender. Esa inquietud propia del hombre que se siente vulnerable es la que nos anima, nos enseña a merecer nuestra vida. Entonces las palabras pueden ayudarnos a combatir el vacío impuesto por el silencio. Se despierta la fe en la felicidad posible y los días adquieren el relieve que nunca debieron perder, y la vida se rellena de nuevo.

La literatura es demasiado importante como para dejarla en manos de un médico. Pero acudo a ella sin descanso, como si se tratara de un vademécum del alma, en el que las palabras que me presta se convierten en remedio eficaz. Leo sin descanso a Francisco Umbral y su 'Mortal y rosa', a Sándor Márai y su 'Mujer justa', o a C.S. Lewis y su 'Pena en observación'. La literatura viene en mi rescate. Entonces es cuando percibo que el humanismo médico tiene sentido en mi vida, ya que me ayuda a recetar palabras. Con ellas llego al lugar donde la ciencia sola no alcanza. Y allí entiendo el regalo de los versos de Raquel Lanseros que me atrevo a compartir para no conceder la victoria al dolor y el sufrimiento: «Sé que tengo sentido porque vivo, y sé que no hay dolor ni menoscabo, que puedan inmolar esta fortuna, de ser en el presente, de existir, de sentirme el orfebre del instante. Yo soy mi propio riesgo. Doy por cierta la sed de infinitud que me espolea. Ante el placer de respirar me postro. No hay verdad más profunda que la vida».