Morante de la Puebla
Un ruedo como promesa de lo eterno. El albero como la tierra prometida. La puerta grande como metáfora del triunfo. Morante de la Puebla cortándose la coleta en las Ventas.
España lloró sin consuelo el domingo pasado la despedida del más grande. No fue casual la fecha ni el ritual de su partida. Por la mañana se entregó generosamente en el festival en honor al maestro Antoñete. Por la tarde celebró el día de la Hispanidad, vestido de lila y oro. Hubo brindis, hubo doblete, hubo esa liturgia antigua que distingue al torero del resto de los hombres y lo devuelve a su soledad. La muerte del primer burel fue en honor de Isabel Díaz Ayuso, y la del segundo, se la dedicó a Santiago Abascal y cierra España.
Morante en el centro del ruedo, solo y con lágrimas en sus ojos, se despidió como lo hacen los clásicos: sin avisar y con estilo. Después se abrió el portón de la Puerta Grande y Madrid lo meció hasta llegar a su hotel.
Su impronta no es una cifra en una estadística. Es un tratado de belleza. La verónica en suspensión, el natural bajando la persiana, la media como una firma. El Morantismo no como escuela, sino como canon de belleza en el toreo.
Se ha marchado en lo más alto, tras su mejor temporada. No renunció a portar el peso de una tradición que todos le exigían para mantenerla a salvo de los totalitarios. El sacrificio del torero llama a los espíritus empeñados en las grandes conquistas para los hombres. Su ascesis sigue siendo necesaria en una sociedad frágil como la nuestra, que se conforma muchas veces con lo vulgar y lo sencillo. Someter a la fiera con la inteligencia y con el valor, con la pretensión de encontrar elementos artísticos en la lidia, para compartir con el público y transmitir una emoción sobrecogedora, es el fin último del oficio del toreo.
¿Qué quedará después de un artista que ha convertido el valor en gramática? Morante se fue, y nos dejó, en el único idioma que respetan los clásicos: la verdad sin prólogo.